“¡Cancela esta obra!”: Avatares de la obra maestra absoluta de Fereteatro
Fereteatro es un grupo al que he visto crecer desde, prácticamente, sus orígenes. He disfrutado de cada uno de sus trabajos y de su evolución en sus casi dos años de existencia. Soy una espectadora exigente, una crítica mordaz; cuando algo no me gusta, lo digo sin miedo a nada. “De la violencia” había sido un buen arranque, “Miss Mongolia” había dejado la vara muy alta. “¡Cancela esta obra!”, la tercera producción del grupo caraqueño, tenía un gran reto por delante.
Las obras que ha hecho Fereteatro (y Fereteatro en sí) se podrían definir como una especie de feria, de parque de diversiones. Hay sitio para el terror, hay lugar para el vértigo, hay espacios para detenerse, tomar un respiro y reflexionar; todo esto, como siempre, salpicado de un humor a veces muy negro, a veces muy extraño, a veces muy cruel, pero siempre capaz de hacer reír de una forma chispeante, espontánea, real. El afiche de “¡Cancela esta obra!”, muy al estilo de los carnavales antiguos, diseñado por Aldhana Navarro, productora del grupo, es, quizás, un guiño a esto.
El llamado a sala fue a las cinco y diez minutos de la tarde. Tomás Marín, director y autor de la obra (y de las obras anteriores de Fereteatro), hizo la advertencia tras la bienvenida: «Debo decir que esta obra toca temas delicados y puede herir la sensibilidad de ciertos espectadores». Las puertas se abrieron y nos recibió una música de tintes circenses. Los asientos se acabaron. Se colocó una nueva hilera de sillas que tampoco fue suficiente. Se dispuso de otra nueva hilera de emergencia que también se llenó. Quedó gente de pie. No cabía un alma más en la famosa Cabrujas, uno de los recintos teatrales más importantes de la ciudad capital.
La primera de las ocho piezas nos mostró a un sombrío hombre, de acento extranjero y mirada torva, que se encontraba al acecho de algo. Una mujer, también a la espera, aunque de una forma diferente, intentaba sacarle conversación una y otra vez, a veces con preguntas y a veces con comentarios. Dos personajes, cada uno desde su trinchera, interesantísimos y divertidos. El final, físico, muy al estilo de las comedias antiguas del cine y del vodevil, entre la sorpresa y la carcajada, fue, literalmente, explosivo. Un muy buen plato entrante de un banquete que nunca, nunca, nos imaginábamos que iba a ser tan especial.
La segunda pieza nos puso los pies en tierra. La comedia dio un paso al costado para dar paso a dos seres superiores que, observando la tierra desde el firmamento, se reparten responsabilidades en torno a la vida de un ser humano. Se trata de una historia reflexiva que, en medio de su sencillez y sus palabras quirúrgicas y hermosas, encarna la eterna batalla entre el ser feliz y hacer lo correcto, entre improvisar y planificar, entre romper las reglas y obedecer las leyes, entre la vida y la muerte.
Una vez dije (no recuerdo a quién) que “Fereteatro sin violencia no es Fereteatro”. La tercera de las piezas, sin duda la más agresiva, atrevida y políticamente incorrecta de todas, me demostró esta tesis una vez más. Fue uno de los relatos que más conmoción y risas causó en la audiencia. Se trata de una comedia oscura (oscurísima) que, con una poderosísima carga de denuncia social, de ese atreverse a decir lo que nadie se atreve a decir, nos llevó a un modesto restaurante en el que, de una forma sublime, se recrea el auge y caída de los grandes imperios, de las grandes monarquías e, incluso, de las grandes dictaduras.
La montaña rusa de “¡Cancela esta obra!” dio un nuevo bajón hacia el mundo subterráneo de la melancolía. La cuarta pieza, sin duda, es una de las más amargas y pesimistas que he visto hasta el momento. Ubicada en el marco social de la miseria, de esa fachada de felicidad de anime y cartón que se vive tras muchas ONGs y fundaciones, dos muchachos jóvenes, heridos y trastornados por la vida, nos muestran a la cara, sin ningún tipo de piedad, los vestigios entre la dureza, la ternura y la inocencia perdida. Esta historia me tocó muchísimo, es una suerte de ejemplo de lo que entendían los griegos como ironía trágica.
También ambientada en la pobreza, aunque en una más callejera, la quinta pieza es una suerte de antítesis de la anterior. Estos nuevos personajes, más crecidos y curtidos, más dañados y con más malicia, ven cómo cambia su vida a razón de un crimen terrible y sanguinario (y gracioso, que es lo peor de todo) que uno de ellos cometió. Hubiese sido muy sencillo dejarlo así, crear un relato muy al estilo de “De la violencia” (recordemos, la primera obra de Fereteatro, en la que el hilo conductor es obvio); el mérito está en la capacidad que tuvo el autor (y los actores) para lograr que, en cierto modo, nos encariñásemos con una persona que le propinó a su víctima, si no conté mal, más de treinta puñaladas.
La sexta pieza dio un giro asombroso en lo relativo a vestimenta, fue como un viaje al pasado en el que los personajes, repentinamente, vestían como en los locos y prometedores años de principios del Siglo XX americano. La premisa, en inicio, no podía ser más simple. Un trabajador de clase media/baja está a punto de perder su hogar a manos de un avaricioso banquero. Cuando pensé que todo quedaría allí, un gesto, un simple gesto, comenzó a torcer la trama de forma repentina, a dar un plot twist magistral que fue despertando la sorpresa general hacia un clímax totalmente inesperado.
¿Qué decir de la séptima pieza? Es una de las que más me cuesta describir. ¿Comienzo por la forma? ¿Comienzo por el fondo? Hay escritores que son capaces de armar una muy buena historia, con un desarrollo valioso y con personajes bien hechos. Hay, también, escritores que, si bien tienen la habilidad de componer en versos, son torpes para armar tramas sólidas y concisas. Pero son muy, muy pocos, los escritores (menos aún los dramaturgos) que poseen el talento para dominar, con maestría, los dos mundos. Una doctora ayuda a un misterioso hombre a combatir una especie de enfermedad, que es la de hablar en rimas, unas rimas que se van descubriendo lentamente y haciéndose mejores, y mejores, y mejores, hasta hacer que la gente (lo vi) llorara de la risa. Con un final demoledor, que causó una larga ovación, Tomás Arturo Marín ha demostrado, con creces, por qué es uno de los autores más potentes, carismáticos y prometedores de la actualidad. Mención aparte a los dos actores, que, con comodidad, cabalgaron sobre el lenguaje de os octosílabos.
Y un montaje como “¡Cancela esta obra!” no podía cerrarse sin un broche de oro, sin un grand finale a la altura de todo lo que había dejado atrás. A veces pienso que Fereteatro es una permanente película de suspenso. Cuando todo está en calma, cuando la historia es engañosamente sencilla, por algún lado viene un screamer, un puñetazo, una cachetada que te hará despertar, cuestionarte, conmoverte. Dos amigos se citan en “un café de mala muerte” para una especie de despedida, pero comienzan a darse cuenta de su condición, de un mundo que, al igual que el mundo real, se derrumba a su alrededor ante la impotencia de no poder hacer nada, de contemplar como espectadores resignados. El momento cumbre de esta pieza es el rompimiento de la cuarta pared, un momento infinitamente emotivo que arrancó lágrimas y aplausos a partes iguales que forzaron a detener la función durante unos instantes porque la catarsis simplemente se logró en un final admirable, titánico, perfecto.
Los aplausos y los vítores estallaron a rabiar en una sala que se desbordó. Las actuaciones de Ricardo Martínez, de Vanessa Lentini, de Ángel Peña y de Laura Mendoza fueron impecables, asombrosas, de ésas que quedan en el recuerdo durante años, de ésas de las que hablas cuando recuerdas una buena obra de teatro; dieron el 100% sobre las tablas y, realmente, se lo creyeron. La asistencia de producción, muy bien cuidada dentro del minimalismo de la propuesta, corrió a cargo de Luisma Escalante. Todos bajo la batuta de Tomás Arturo Marín, capitán del equipo.
Ahora bien, ¿qué queda para Fereteatro? Elogios y sólo elogios. Se trata de un grupo escénico emergente que, cuando piensas que bajará la guardia, te golpea en la quijada y te deja con la boca abierta. Fereteatro es un grupo esencialmente universitario que apuesta por gente nueva, por ideas nuevas, por propuestas nuevas, por historias que no pretenden aleccionarte, que no quieren dejarte un mensaje, que no buscan ir de intelectuales, que no escarban en la risa fácil. Fereteatro, y que me cuelguen los puristas, se puede dar de tú a tú con los mejores grupos de Venezuela.
Dos fechas parece poco (y es poco) para una propuesta tan ambiciosa y espectacular como “¡Cancela esta obra!”. Sé de mucha gente a la que le gustaría ver el montaje por segunda y hasta por tercera vez, disfrutar, de nuevo, de las historias tan impactantes, tan hermosas, tan lúgubres, tan únicas, tan despiadadas, tan increíbles que cobraron vida y se materializaron ante nuestros ojos como en un acto de magia de poco menos de una hora y media. Y es que no es exagerado, lo que hace Fereteatro, a veces, lo juro, no parece de este mundo.